miércoles, 6 de abril de 2011

ACOJOENTREVISTAS (...)

   Ella me preguntó qué era lo que más me gustaba de vivir en América y qué era lo que menos me gustaba de vivir en América. Muy a pesar mío, contesté primero a la segunda cuestión. Le dije que lo que menos me gustaba era tener que escuchar siempre esa pregunta, de modo sistemático, en todas partes; que parecía existir una obsesión general por saber qué opinan los europeos sobre los sudamericanos y que, además, tras esa inquietud se adivinaba una inseguridad con tintes de fatalismo e inferioridad; que esa predisposición sólo la demuestran los palurdos y los movimientos nacionalistas de mi país (en realidad esto último sólo lo pensé porque de haberlo dicho no lo habría entendido y podría haber resultado incluso peor). Sus negros ojos se incendiaron. En ellos capté un fulgor de orgullo herido, precediendo a un sentimiento de ira. De inmediato le di “la de cal”. Argumenté que costaba elegir lo que más me gustaba pues eran numerosísimas las cosas buenas que alguien como yo encontraba en Sudamérica. Por decir algo, le solté que me seducía especialmente la calidad de vida que tenía yo aquí; que la gente en mi país no se hace una idea de lo bien –aplicado a un individuo de mis características, claro está- que se puede vivir en el nuevo mundo. Aunque hice especial hincapié en la singularidad de mi persona ya que mi posición, si bien está al alcance de cualquiera, no es sencilla de lograr. También hice alguna alusión al mal formulado tópico que postula que el nuevo continente es una “tierra de oportunidades” cuando en realidad debiera decir “tierra de oportunistas”.Tuvimos un pequeño debate político cuyo objetivo, me pareció, extralimitaba la dimensión del clásico prolegómeno, pareciendo más bien establecer la base sobre la cual se fundamentaba la entrevista hasta el punto de casi adquirir la certeza de que ésta, realmente, consistía en conversar de política; situación en la que, bien pensado, me sentía cómodo. Después de la charla me pidió que expusiera mis pretensiones. Le dije que no sabía qué decirle pues no disponía de ninguna información sobre el cargo que necesitaba suplir pero que, en todo caso, mi sueldo líquido no era menor de tanto…Tras escucharme confesó que no podía pagarme lo que yo decía valer. Al parecer, no estaba en condiciones de superar cierto tope salarial, lo cual me dejaba fuera de la partida. De todos modos me explicó en qué consistía el trabajo y a continuación me indicó que quizás podría tener otra oferta interesante para mí. Lo dijo con un tono que me sonó muy sugerente. Sin darme tiempo a fantasear, fue al grano y contó que había escuchado que en otro departamento de su empresa estaban buscando a alguien cuyo perfil podría coincidir el mío. Será un perfil aristocrático, recuerdo que pensé. La tipa me reveló que, ese otro departamento, andaba buscando un constructor para trabajar en una mina. Una mina de tungsteno -para ser más exacto- que se hallaba en la frontera entre Chile, Bolivia y Perú, a no se cuántos miles de metros de altura pero que, en fin, no me preocupara por eso, que eso sólo eran detalles sin importancia. En seguida intercedí recordándole que yo carecía de experiencia en este campo, que no era precisamente lo que andaba buscando y que, en realidad, no tenía ni idea de minería. Ella respondió que eso no era relevante e insistió en el tema, haciéndome una breve exposición de cómo era la vida en ese tipo de trabajos. Según ella, los trabajadores vivían en unos barracones habilitados a la entrada de la mina. Describió un escenario árido y desolador. Unas condiciones muy duras que difícilmente soportaría un individuo corriente, como yo. Eso si, tenía la ventaja de que uno disponía de una semana de vacaciones, por cada mes trabajado, de modo que cada tres semanas te devolvían a tu ciudad de residencia con todos los gastos pagados, por descontado. Otra de las ventajas que citó, fue que los sueldos eran muy elevados. Tan elevados que mencionó una cifra, un poco al tuntún, que se quedó grabada en esta cabecita que me ha dado dios. Y entonces mi percepción del asunto empezó a cambiar…  

sábado, 2 de abril de 2011

ACOJOENTREVISTAS (Y SIGUE)

   Disponer de un rato de soledad en día sábado es un lujo; algo históricamente cotidiano que hace tiempo ha dejado de estar a mi alcance. Sorprendentemente ahora se presenta ese momento mágico frente a mi, abriéndose como un abismo. Y no se qué hacer. De entre las opciones que se me plantean, escojo la que más ilusión me hace, que es lanzarme a ese vacío desconocido que es escribir en este espacio en blanco. Este lugar que, unos días atrás, se me ocurrió bautizar con el nombre de “acojocosillas” y que me proporciona una alternativa a la tan frecuentada actividad de hablar conmigo mismo, brindándome la posibilidad de que todos –o al menos algunos- los discursos que sostengo con mi propia persona puedan ser copypasteados y plasmados aquí, frescos, recién horneados, desde mi mente, directamente. Os cuento que ayer tuve tres entrevistas. Expiraba ya la semana y no había sucedido nada. Cero patatero.Ya no daba un duro por ella y de repente, el jueves, dos llamadas y un mensaje en mi buzón de voz. La primera cita era a las nueve y media, a tomar por culo de donde vivo. Dejo a mi hija en el colegio a las ocho y cuarto y me sumerjo en los atascos matutinos, rumbo a la autopista. Todos van a sus trabajos con sus caras de sueño y sus trajes mal planchados. Yo voy en mi auto, escuchando la radio, tirándome pedos. Ya conocía el lugar a dónde me dirigía pues había estado hacía dos semanas, en otra entrevista. En aquella ocasión me reuní con una responsable del área de capital humano llamada Soledad, mi nombre favorito. Al final de ese encuentro me dijo que me volverían a llamar. Y estaba en lo cierto. Ahora me las tenía que ver con el gerente de operaciones, un chaval joven al que se le veía el cartón. Tras hacerme esperar unos veinte minutos me recibió con un apretón de manos en el umbral de su despacho y me invitó a entrar. No pude dejar de observar una foto enmarcada, encima de su escritorio, en la que aparecía él junto a una mujer y un niño pequeño. Al principio charlamos un poco sobre asuntos diversos que no venían, ni vienen, al caso. Después se recostó ligeramente en su sillón y me preguntó cuáles consideraba yo mis tres peores defectos. Le mentí. No revelé mis tres peores sino mis tres mejores defectos. Le dije que a veces era impulsivo, hipócrita y cínico. Me respondió que muy bien, que no esperaba menos. No le seguí el juego. Pasó entonces a hablarme de lo que significaba para él el compromiso con una empresa, con un proyecto, todo eso. Después dijo que se preguntaba qué significarían para mi todas esas cosas. Contesté que lo mismo que para él. Asintió. Entró una secretaria trayéndonos unos cafés. Proseguimos con lo nuestro y al final no nos caímos tan mal como ambos sospechábamos al principio. Tampoco éramos amigos. Justo antes de despedirme quiso saber mis pretensiones económicas. Como no me había preguntado por mis virtudes, desconocía que a veces soy honrado, así que le dije cuál era mi sueldo actual en mi empresa actual y que por menos de eso sería imprudente, por mi parte, cambiar de trabajo. Dijo que la pretensión estaba en el límite y que ese tema lo resolvería el director; que me llamarían para juntarme con este personaje, el martes o el miércoles. Más tarde, cuando hube llegado a mi oficina actual, le conté a mi jefe actual lo que había sucedido en la entrevista. Que fuera a verme el director – me dijo - era buena señal. Según él, sonaba a que me iban a hacer una contraoferta, que el asunto tenía buena pinta. No se.

   Apenas estuve una hora en mi oficina. Hice unas llamadas y revisé el correo. Spam y más spam. Por error abrí uno de estos y ya no hubo vuelta atrás. Tenía que reenviar una especie de plegaria a un mínimo de veinte personas antes de cinco minutos o caerían sobre mi las penas del infierno. A cambio, si accedía, recibiría una recompensa en forma de llamada inesperada que cambiaría mi suerte (para bien, se entiende) en el plazo de una hora, lo cual se antojaba altamente improbable. Me rebotaron dos e-mails. Uno de una amiga, de uso frecuente, y otro de bulto, rebuscado de entre mis contactos antiguos. ¿Ardería en el infierno?. La maldición no decía nada sobre los correos no entregados. Partí como un rayo, a las doce en punto, a buscar a mi hija a la salida del cole. Cuando estaba estacionando en doble fila, frente al colegio, sonó mi móvil. En la pantalla parpadeaba el nombre de la subgerente de rrhh de una empresa a la que estoy postulando. Me confirmó una reunión con el gerente para el lunes a mediodía y me deseó suerte. ¿Significaba eso que los e-mails rebotados no influían en la eficacia del conjuro?.

   La segunda entrevista del viernes era a las tres en punto. Mala hora. Los que me conocéis sabéis que después de comer no soy buena persona; ni siquiera después de un café bien cargado tras los postres. Lo único que de verdad me consigue redimir es una buena siesta, pero por algún asqueroso motivo (sin duda relacionado con el Karma, algún crimen que debí cometer en otra vida o algo así) la vida no me permite disfrutar de tan delicioso placer, ni siquiera los domingos. Así que ahí estaba yo esperando, sentado en una incómoda silla de respaldo recto, con el estómago en plena digestión y sufriendo las odiosas flatulencias que ello ocasiona, contemplando a la gente entrando y saliendo del vestíbulo de un hotel. Porque la entrevista de las tres de la tarde –y esto lo supe cuando llegué a la dirección de la cita- tendría lugar en un hotel. Transcurrida casi una hora desde mi llegada, escuché cómo una voz metálica pronunciaba mi nombre a través de un megáfono. Entré en una sala de reuniones con una gran mesa ovalada. Aquel lugar recordaba a un invernadero. Los enormes ventanales del muro cortina filtraban la poderosa luz que, a esas horas, irradiaba el sol en el exterior, y un calor sofocante impregnaba todo el ambiente haciendo que la temperatura en el interior pusiera a prueba mi desodorante. Sin duda la hora era mala, pero el lugar aun era peor. Esperé otros diez minutos y al final apareció una mujer. Mientras ella se deshacía en disculpas por el retraso yo rechinaba los dientes y trataba de quitarle hierro al asunto. Habíamos empezaba mal, de eso no cabía duda, pero se supone que debíamos recuperar el tiempo perdido; quizás –me propuse- aplicando un nuevo talante a partir de ese momento. Pero todo se quedaría en agua de borrajas porque comenzó preguntándome qué era lo que más me gustaba de vivir en América y qué era lo que menos me gustaba de vivir en América…

jueves, 31 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 5 )

  Esa mujer parecía conocer bastante bien a muchos de los personajes del circo en el  que yo me desenvolvía. Hablamos de esto y de lo otro, de aquello y de lo de más allá; después de follar cotilleamos a mansalva sobre los insospechados secretos de la exigua y hermética logia de la construcción, de la que yo era militante. En algún momento surgió el nombre de Gómez. Para mi sorpresa, ella le conocía bastante bien. Quiero decir que ese señor era, o había sido, cliente suyo. Empezó a contarme cosas de él. De entre todas las historias que escuché la que más atrajo mi atención fue la de que el tal Gómez, como yo sospechaba, estaba recluido en un psiquiátrico. Había sido internado hacía no mucho y, entre sus allegados, no había más que conjeturas al respecto. Aunque hacía tiempo que se evidenciaba que alguna patología anormal estaba aquejando a su persona, nadie sabía con claridad qué era lo que le en realidad le sucedía. Según la opinión de la puta, él tenía una especie de manía extraña que le hacía apropiarse de las experiencias de los demás. Algo así como que el muy cabrón escuchaba una historia cualquiera que le había sucedido a otra persona y la adoptaba, como si fuera suya, y después iba por ahí contándola en primera persona, ¡cómo si la hubiese vivido él en sus carnes, cómo si fuera parte de su propia existencia!. Ahora es algo que, con sólo pensarlo, me da risa, pero entonces causó en mí una honda impresión. Lo primero que me vino a la mente fue relacionarlo con la historia de la vecina de enfrente, ya que eran evidentes las implicaciones que podía tener si realmente ese hombre no había visto lo que aseguraba haber visto. Para mi, éste era un punto preocupante. Desde que tuve conciencia de ello me vi sumergido en un continuo retro análisis de lo que en verdad pudo haber sucedido aquella noche. Repasé todos los detalles, una y otra vez, tal como mi memoria era capaz de recrear. Pasado un tiempo y todavía bajo la influencia del extraño shock que me produjo aquella revelación escuchada de labios de la prostituta, me auto convencí de que, en realidad, el señor Gómez pudo perfectamente no haber visto nada, sino simplemente haberme seguido el juego tras haber percibido algo en mi conducta que, de modo automático, hubiese puesto en marcha el mecanismo patológico que le aquejaba. Y si esto era cierto hasta yo mismo tenía el derecho de dudar que lo que había creído ver no hubiese sido más que una mera fantasía. Me dio por pensar cosas del tipo: “quizás, en aquella cena en mi terraza, estaba bajo el influjo de alguna droga…” (si lo pensaba bien no era lago tan descabellado, en aquella época las consumía con cierta condescendencia) ó “quizás esté perdiendo (yo) el juicio y el streaptease no fuera más que una visión, el principio de una larga serie de alucinaciones que me acecharían a partir de ese momento, rumbo a la locura…”. Os juro que lo pasé como el culo. Durante aquella época la palabra “acojocosilla”, retumbando como una lechuza enjaulada en las paredes de mi mente, imponía su quejido luctuoso en mi existencia. Dejé de fumar hachís. Me encontraba, literalmente, atado de pies y manos. Incluso estuve sopesando muy seriamente la posibilidad de ir hasta la casa de la vecina, tocar el timbre y, cuando me abriera la puerta, preguntarle: “disculpe, soy el vecino del edificio de enfrente y necesito hacerle una pregunta, espero que no se moleste…”.

miércoles, 30 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 4 )

   Una vez nos hubimos reconocido inmersos en la misma tesitura, el invitado y yo volvimos conjuntamente nuestras miradas hacia el lugar en donde todo aquello había ocurrido y no vimos mas que la ventana cerrada, sin abatir, con la misma inclinación del faldón de la cubierta que la contenía. Aquello no hizo sino acrecentar nuestro desconcierto. Por mi parte traté que durante el resto de la velada no me afectara el recuerdo de las imágenes que había visto y creo que lo conseguí plenamente. También he de añadir que en ningún momento volví a establecer conexión alguna, en referencia a lo sucedido, con mi invitado; hasta que más tarde, cuando se hubieron marchado la mayoría de éstos, quedaron sólo aquel y su mujer, a solas conmigo, apurando el último trago en la terraza, a una hora bastante avanzada ya de la noche. Justo antes de que se despidieran, la mujer se levantó y fue al baño. Lógicamente aproveché la coyuntura y le pregunté al tipo si había visto lo mismo que yo. Contestó que creía que sí, presa de una visible emoción. Yo rememoré los detalles de mi experiencia, haciendo un repaso sinóptico de las imágenes que había presenciado, sin entrar en un mayor detalle del contexto histórico (recordad que yo esperaba todas las noches a que sucediera algo) ni nada por el estilo. Él escuchaba la narración de mis impresiones y asentía a todo, cabeceando como un pelele, sin ocultar su estado de excitación y, en un momento dado, mientras hacía su propio comentario acerca de lo ocurrido, pronunció la palabra “acojocosilla”. Pero ahí quedó la cosa porque enseguida volvió la mujer y se marcharon y yo me quede sólo, en la terraza, con la mirada puesta en la ventana de enfrente, pensando en todo lo que había sucedido; con esa palabra, nunca antes escuchada, retumbando en mi mente. Oficialmente, este fue mi debut con tan insigne vocablo; así se simple y de inesperado, sin previo aviso y sin vaselina. Os juro que entonces tuve la sensación de que todo formaba parte de un extraño sueño tras el cual se ocultaba alguna ignota señal.
   Pero todavía habrían algunos capítulos más reservados para esta historia, hechos que sucederían algún tiempo después de la famosa cena. Lo cierto es que a aquel personaje no lo volví a ver jamás…o eso creo. Tampoco hubo más episodios como el que presencié aquella noche, ni siquiera parecidos. Pese a la insistencia con que retomé mi diario ritual de terraza con balancín, vino y porros, nunca más se volvió a mostrar la escurridiza vecina de enfrente. En cierto modo no me importó pues lo sucedido había superado todas las expectativas, dejándome plenamente satisfecho y - ya por entonces- se iniciaba en mí el clásico proceso de mitificación, por el cual elevaba a la categoría de leyenda personal de mi vida aquel suceso. Tan sólo restaba, para cuadrar el círculo perfecto, el fleco suelto que suponía la existencia de aquel testigo, el no haber intercambiado impresiones más a fondo con esta persona casi desconocida. El comensal que afirmaba haber vivido la misma experiencia que yo se llamaba, si no me falla la memoria, Adrián Gómez o algo Gómez y era distribuidor de una conocida marca de cerveza, que por aquel entonces estaba de moda. Como dije, no le volví a ver nunca más porque, entre otras cosas, no formaba parte de mi círculo de contactos más directo, ni siquiera del indirecto. Su presencia aquella noche en la cena se había debido, más que nada, a un hecho casual. Y, por otro lado, es perfectamente lógico comprender que el motivo de lo sucedido no fuera un argumento que justificara por si mismo el hecho de que nos juntáramos por las buenas para chismorrear sobre el tema. Cuando la cuestión estaba prácticamente olvidada por mi parte, pasados unos meses, me encontré en una cata de vinos con una persona a quién yo tenía por amigo del señor Gómez y que resultó ser algo más pues en ese momento, hablando con él, me haría saber que ambos compartían una sociedad. En un momento de la charla que mantuve con este tipo le pregunté por su socio, cómo iban las ventas de cerveza, cómo estaba él, lo típico. La respuesta del hombre me dejó algo perplejo. Me confesó que el tal Gómez estaba atravesando por un momento personal muy difícil y se encontraba internado en una clínica que él tildó como “de reposo” pero que a mi me sonó a que había algo más detrás que no quería o no podía contar. Bueno, el caso es que más tarde, cuando la cata tocaba a su fin, algunos de los que quedábamos todavía en el evento, no recuerdo muy bien cómo ni a cuento de qué, fuimos invitados a una fiesta. Nos llevaron en un autobús a las afueras de la ciudad y nos soltaron en un chalet en medio de la sierra donde había armada una bacanal que ni os cuento. En este antro conocí a una mujer con la que hablé durante gran parte de la noche…

ENTREVISTAS ( CONTINUACIÓN)

   La siguiente prueba era de cálculo. En ocho minutos había que ordenar, en una planilla con tres columnas y unas quince filas, una relación de ítems, en función de ciertos parámetros ó condiciones que se enunciaban en el planteamiento del problema. Una labor exclusivamente numérica. Resultó agotador y fue en este lance dónde acusé la ausencia de cafeína en mi torrente sanguíneo pues, haciendo alarde una vez más de la malsana costumbre que constituye el no desayunar en casa, me había presentado a la cita sin haber ingerido bocado ni café que lo acompañara. De todos modos creo que debí salir más o menos airoso del envite porque aquí también me sobraron unos segundos, que aproveché para revisar la tarea, detectando así varios fallos que de inmediato fueron subsanados. Tras ésta, vendría la prueba más agradable. En una hoja había que hacer un dibujo. Para ello disponía de un minuto. El motivo –me dijo el examinador- debía ser “un hombre bajo la lluvia”. Yo le pregunté si estaba seguro de lo que me pedía. Él me miró extrañado y por un instante pareció dudar; sus ojitos de capullín integral titilaron tras las lentes de sus gafas de pasta. Dibujé un personaje con su gabardina y su paraguas, en medio del aguacero, en medio de la nada vacía del folio en blanco. Justo antes de entregárselo permanecí observando mi creación por unos segundos. Aunque me recordaba a alguien, al principio no supe a quién. Justo cuando el tipo dijo “¡tiempo!” y extendió su zarpa en dirección al dibujo, en ese preciso instante, recordé a quién se parecía el personaje del dibujo. Era Javier Gurruchaga. La gabardina y la mirada le delataban. Le arrebaté al individuo el papel y, veloz como un rayo, le dibujé un bigote y una perilla a Gurruchaga. Ahora estaba camuflado, así sería más difícil que lo reconocieran. El examinador volvió a dedicarme una de sus miradas asquerosas y proseguimos con el proceso…

   El día anterior –el viernes- había asistido a otra prueba de similares características. En esta ocasión me pusieron ante el archiconocido test de las imágenes. Esas temibles manchas simétricas o antisimétricas que siempre sugieren episodios violentos. ¡Qué emoción, cómo en las películas!. El tipo que me entrevistaba (posiblemente marica y mucho más agradable que el del sábado) me pidió que dijera, al ver cada una de las láminas, lo primero que me viniera a la mente. Reconozco que, antes de visualizar la primera, ya estaba urdiendo qué decir y qué no; si éste o aquel comentario serían psicológicamente incorrectos o si, por el contrario, debía relajarme y soltar lo primero que se me ocurriera. Al final elegí la primera estrategia. Esto es, que contesté con argumentos preestablecidos, puros clichés, aunque se produjo alguna que otra inesperada excepción. En una de las láminas había un conjunto de manchas que era igualito a un monstruo de una película que vi hace tiempo. Esta revelación, como podréis comprender, no la hice así, de buenas a primeras. Merodeé entorno a las típicas chorradas, ya sabéis, “que si me recuerda a una fotografía aérea que vi una vez de unos campos petrolíferos tras un bombardeo aliado…que si...”, bobadas por el estilo, patrañas para retrasar lo inevitable. Después me sentí mal conmigo mismo por no decir lo que de verdad estaba viendo y por fin le dije que veía la silueta de Mothman; que no podía continuar ignorándolo, que era igual que la silueta de ese monstruo, que tengo el dvd en casa y en la carátula aparece una imagen que es la jodida réplica de la mancha que tenía en esos instantes ante mis ojos. Él me tranquilizó diciéndome que no pasaba nada, que no me angustiara, que era algo normal.    

   Sólo hubo una imagen más en la que dijera lo que, de verdad, creía ver. Fue en la última. Seguramente se le podía sacar punta y decir un montón de cosas bonitas sobre ella: platos de comida, accidentes geográficos, una mariposa entre la maleza…no se, cosas de ese tipo, por montones. Pero lo cierto es que a esas alturas ya estaba cansado del jueguecito de las imágenes, quería terminarlo cuánto antes y además sólo veía en la lámina una cosa clara, con una aplastante nitidez que me hizo derrumbarme y confesar que ahí había dos amigos negros corriendo. Al escuchar esto el muchacho pareció salir de una especie de letargo y se retorció en su silla, frente a mi. Adoptó un aire misterioso y me clavó una mirada de esas que no hacen presagiar nada bueno. ¡Qué más! –me soltó, en tono desafiante-. Titubeé y – no me preguntéis por qué- confesé que “delante de unos toros; corrían perseguidos por una manada de toros, en un encierro”. Cuando dije esto lo hice con la mirada clavada en el suelo, no siendo capaz de mirar a los ojos del chaval. Mi respuesta pareció insuflarle una vitalidad de la que hasta entonces no había hecho gala. ¿Con qué unos toros, eh? –escuché que me decía-, ¿por qué no entra más en detalle, a qué se refiere exactamente…?. ¡Dios!, ¿por qué se me tuvo que ocurrir la escena del encierro? –me lamenté entonces-, ¿por qué unos negros?, ¿le llegué a contar que esos negros corrían desnudos?, ¿qué es peor, lo de los negros o lo de los toros, o ambas cosas?. No os engañaré, entablamos una conversación que se centró en este asunto pero que, si no os importa, prefiero no transcribir aquí. Luego pasamos a otra prueba, una de círculos de colores y cuadrados de colores, que me vino bien para despejar la mente y pensar en otras cosas. Después de eso me dijeron que ya había terminado, que me podía marchar. El joven que me había examinado me guió, en persona, hasta la salida. Curiosamente, ésta no coincidía con el lugar por el que accedí al edificio, cuando llegué a la hora citada. Me condujo por un camino repleto de escaleras y corredores mal iluminados. Al final llegamos a una puerta que se abría con una barra antipánico, como las de emergencia. Nos despedimos y me dijo “...cualquier cosa ya le llamaremos...”. Cuando salí al exterior me volteé y comprendí que estaba en la parte de atrás del edificio. Me habían sacado por la puerta trasera; ¿será parte del proceso de selección?, recuerdo que me pregunté.

   La escena de los negros corriendo en pelotas delante de unos toros me persiguió durante el resto del día. Desde que, recién salido de la entrevista me fumé un cigarrillo frente al escaparte de una tienda de regalos mientras observaba el reflejo de mi rostro -arrugado y fofo- envuelto en los mil destellos procedentes de la calle, hasta por la tarde noche, cuando llevé a mi hija al cine (¡incluso aquí!), resultó imposible zafarse de la idea de los jodidos negros en San Fermín. Si ya os lo dije al principio. Que uno tiene su corazoncito y esto de los procesos de selección is not turkey mucus.

martes, 29 de marzo de 2011

ENTREVISTAS

   Debemos aprovechar el tiempo porque, si recordáis, os comenté que en estos días dispongo de un ocio extraordinario que me permite llevar a cabo esta tarea del blog. Lo más probable es que, en cuanto consiga un nuevo empleo, esta actividad cese o se vea sensiblemente disminuida. Por lo tanto creo que es buena la idea de diversificar, de tocar otros acojotemas y no centrarnos sólo en uno. Y como mi memoria es frágil y su reiterado ejercicio me produce jaquecas con sabor a nostalgias, haré un inciso y contaré algo cotidiano, dejando aparcado por un rato el inquietante relato sobre el origen de la palabra que aquí nos congrega. Uno también es de carne y hueso y tiene su corazoncito, con el que siente y sufre. Y es que de algún modo, que todavía no me es permitido calibrar, deben estar afectándome las entrevistas que vengo haciendo en estos últimos días. Os contaré algunos pasajes de algunas de ellas porque, la verdad, no tienen desperdicio. No me podía imaginar hasta qué punto están institucionalizados, estandarizados, refinados, los métodos de selección de personal; a través de las múltiples pruebas que en ellos se despliegan y, a raíz de lo que yo mismo he podido experimentar en las entrevistas, se sustrae toda una amalgama de vericuetos psicoanalíticos realmente sorprendente. Sin ir más lejos, el sábado asistí a un encuentro de este tipo. Me habían llamado el viernes. Al otro lado de la línea, la voz hosca de un joven me indicó que me dirigiera a tal dirección al día siguiente: el sábado a las 9:00 de la mañana. No me pareció tan extraña la proposición en fin de semana, ni incluso a tan absurda hora, como el dejo resacoso del individuo que me citó. Pero cuando uno necesita trabajo pasa por alto ciertas alertas y tiene una predisposición ciega a la aventura que puede desembocar en situaciones riesgosas…Pero vayamos al grano. Me presenté en el lugar convenido, con dos minutos de retraso. Abrió la puerta un joven que en seguida quise asociar con el tipo de la llamada aunque sin fundamento alguno pues el timbre de voz de éste sonaba distinto. El tipo me invitó a esperar en una habitación donde una mesa enorme, de cristal, ocupaba la práctica totalidad del espacio, aprisionando las sillas contra las paredes. Como me lo tomo todo muy a pecho, supuse que se trataba de alguna estratagema para ponerme nervioso y eso me molestó; así que arrastré la mesa hasta que topó contra uno de los tabiques y después, una vez conquistado mi propio territorio, me senté en una silla con las piernas cruzadas, como a mi gusta. En eso volvió el personaje y, a su vez, pareció sentirse molesto con el cambio del mobiliario pero, curiosamente, no me reprendió por mi acción (porque era más que evidente que había sido yo el artífice de los cambios) si no que masculló algo incomprensible y se limitó a hacer gestos con la cabeza, meneándola hacia los lados, como si interiormente estuviese echando la culpa de lo sucedido al encargado de la limpieza o algo así. Bueno, el caso es que después de reinstaurar la mesa a su posición inicial, nos sentamos. O mejor dicho, intentamos sentarnos, pues no era posible echar hacia atrás el respaldo de las sillas ya que estaban, de nuevo, aprisionadas contra la pared. Tras cruzar una mirada con el individuo, resolví salir de la habitación para dejarle mayor capacidad de maniobra. Desde afuera escuché ruidos de objetos arrastrándose. Cuando cesaron abrí la puerta y observé que el hombre ya se había sentado, situándose al otro lado de la mesa, en la pared opuesta a la de entrada a esa habitación. Como pude me introduje en mi silla, frente a él, y por fin estuvimos en condiciones de iniciar las pruebas. Extrajo un dossier de un maletín e hizo varios montones con los papeles que en él había. Entonces me explicó que serían varias las pruebas a realizar y bla, bla, bla. La primera de ellas era entretenida. Consistía en completar las frases que él iniciaba. En una, por ejemplo, empezaba diciendo “cuando llego a casa por la noche…”; y yo tenía que continuar, finalizándola.“Me abro un vino”, le contesté en este caso concreto. Él se rió y volvió a menear su cabezota con ese estilo tan suyo, como lo había hacho antes. Ahí detecté cierto aire de sarcasmo en su conducta –que antes no logré discernir-, que con el transcurrir de las pruebas se confirmaría como un rasgo identificativo suyo, y que exhibiría durante todo el proceso. También había frases del tipo “cuando veo algo bello pienso en…mi mujer” o “mi madre es…única”. Enseguida me di cuenta de que convenía rematar con algo escueto y garboso; aunque había otras en las que no podía evitar deslizar algo más sofisticado, con un toque de malicia -por ejemplo-, como en el caso de “a veces…me sulfuro” u otras, incluso, en las que el acervo popular actuaba por si mismo: “yo…y mis circunstancias…y mis genes”. Después de este test, que debió constar de no más de treinta frases, vino otra prueba de carácter creativo que, además, tenía un aliciente temporal; es decir, se otorgaban dos minutos para realizarlo. El examinador me entregó una hoja donde había una cincuentena palabras, de las cuales un servidor tenía que escoger diez y, con ellas, elaborar una historia que no excediera de veinte renglones. Ni qué decir tiene que me decanté por el clásico (y peligroso) método de seleccionar las palabras de forma aleatoria, sin fijarme en ellas, no quedándome más remedio que lidiar con ese material, escogido a ciegas. Había palabras como hombre, máscara, vereda, pasto, doncella, huella, charcos…Al final, como me sobró un poco de tiempo, antes de entregar el texto lo leí dos veces y me espanté de la gilipollez supina que había escrita en el papel, pero ya era tarde y no había nada que hacer. Supongamos que la chorrada decía algo así: …el hombre se quitó la máscara…y atravesando la vereda…chapoteó los charcos… dejando su huella en el pasto…hacia la doncella que le aguardaba. Más o menos. Me causó sorpresa encontrar la palabra chapoteó en el texto, ya que no se encontraba entre las palabras a elegir; era como si no la hubiera escrito yo (al día siguiente pensaría profundamente en este tema y llegaría a la conclusión de que no debí sorprenderme tanto), como si se hubiese colado en mi ejercicio. Como contaba, al final leí la historieta o lo que fuera. Tengo que admitir que me asaltó una excitación que recordaba a aquellos incontenibles ataques de risa que, sin venir a cuento, nos daban de vez en cuando en la época del colegio y que nos desbordaban a todos, profesora incluida. Mantuve la sangre fría y apenas si dejé escapar una risita histérica, nada exagerada. El tipo me miró con desagrado y musitó un “en fin, pasemos a la siguiente prueba…”. Nada reconfortante, ¿verdad?. ( CONTINUA EN SEGUIDA…)