sábado, 2 de abril de 2011

ACOJOENTREVISTAS (Y SIGUE)

   Disponer de un rato de soledad en día sábado es un lujo; algo históricamente cotidiano que hace tiempo ha dejado de estar a mi alcance. Sorprendentemente ahora se presenta ese momento mágico frente a mi, abriéndose como un abismo. Y no se qué hacer. De entre las opciones que se me plantean, escojo la que más ilusión me hace, que es lanzarme a ese vacío desconocido que es escribir en este espacio en blanco. Este lugar que, unos días atrás, se me ocurrió bautizar con el nombre de “acojocosillas” y que me proporciona una alternativa a la tan frecuentada actividad de hablar conmigo mismo, brindándome la posibilidad de que todos –o al menos algunos- los discursos que sostengo con mi propia persona puedan ser copypasteados y plasmados aquí, frescos, recién horneados, desde mi mente, directamente. Os cuento que ayer tuve tres entrevistas. Expiraba ya la semana y no había sucedido nada. Cero patatero.Ya no daba un duro por ella y de repente, el jueves, dos llamadas y un mensaje en mi buzón de voz. La primera cita era a las nueve y media, a tomar por culo de donde vivo. Dejo a mi hija en el colegio a las ocho y cuarto y me sumerjo en los atascos matutinos, rumbo a la autopista. Todos van a sus trabajos con sus caras de sueño y sus trajes mal planchados. Yo voy en mi auto, escuchando la radio, tirándome pedos. Ya conocía el lugar a dónde me dirigía pues había estado hacía dos semanas, en otra entrevista. En aquella ocasión me reuní con una responsable del área de capital humano llamada Soledad, mi nombre favorito. Al final de ese encuentro me dijo que me volverían a llamar. Y estaba en lo cierto. Ahora me las tenía que ver con el gerente de operaciones, un chaval joven al que se le veía el cartón. Tras hacerme esperar unos veinte minutos me recibió con un apretón de manos en el umbral de su despacho y me invitó a entrar. No pude dejar de observar una foto enmarcada, encima de su escritorio, en la que aparecía él junto a una mujer y un niño pequeño. Al principio charlamos un poco sobre asuntos diversos que no venían, ni vienen, al caso. Después se recostó ligeramente en su sillón y me preguntó cuáles consideraba yo mis tres peores defectos. Le mentí. No revelé mis tres peores sino mis tres mejores defectos. Le dije que a veces era impulsivo, hipócrita y cínico. Me respondió que muy bien, que no esperaba menos. No le seguí el juego. Pasó entonces a hablarme de lo que significaba para él el compromiso con una empresa, con un proyecto, todo eso. Después dijo que se preguntaba qué significarían para mi todas esas cosas. Contesté que lo mismo que para él. Asintió. Entró una secretaria trayéndonos unos cafés. Proseguimos con lo nuestro y al final no nos caímos tan mal como ambos sospechábamos al principio. Tampoco éramos amigos. Justo antes de despedirme quiso saber mis pretensiones económicas. Como no me había preguntado por mis virtudes, desconocía que a veces soy honrado, así que le dije cuál era mi sueldo actual en mi empresa actual y que por menos de eso sería imprudente, por mi parte, cambiar de trabajo. Dijo que la pretensión estaba en el límite y que ese tema lo resolvería el director; que me llamarían para juntarme con este personaje, el martes o el miércoles. Más tarde, cuando hube llegado a mi oficina actual, le conté a mi jefe actual lo que había sucedido en la entrevista. Que fuera a verme el director – me dijo - era buena señal. Según él, sonaba a que me iban a hacer una contraoferta, que el asunto tenía buena pinta. No se.

   Apenas estuve una hora en mi oficina. Hice unas llamadas y revisé el correo. Spam y más spam. Por error abrí uno de estos y ya no hubo vuelta atrás. Tenía que reenviar una especie de plegaria a un mínimo de veinte personas antes de cinco minutos o caerían sobre mi las penas del infierno. A cambio, si accedía, recibiría una recompensa en forma de llamada inesperada que cambiaría mi suerte (para bien, se entiende) en el plazo de una hora, lo cual se antojaba altamente improbable. Me rebotaron dos e-mails. Uno de una amiga, de uso frecuente, y otro de bulto, rebuscado de entre mis contactos antiguos. ¿Ardería en el infierno?. La maldición no decía nada sobre los correos no entregados. Partí como un rayo, a las doce en punto, a buscar a mi hija a la salida del cole. Cuando estaba estacionando en doble fila, frente al colegio, sonó mi móvil. En la pantalla parpadeaba el nombre de la subgerente de rrhh de una empresa a la que estoy postulando. Me confirmó una reunión con el gerente para el lunes a mediodía y me deseó suerte. ¿Significaba eso que los e-mails rebotados no influían en la eficacia del conjuro?.

   La segunda entrevista del viernes era a las tres en punto. Mala hora. Los que me conocéis sabéis que después de comer no soy buena persona; ni siquiera después de un café bien cargado tras los postres. Lo único que de verdad me consigue redimir es una buena siesta, pero por algún asqueroso motivo (sin duda relacionado con el Karma, algún crimen que debí cometer en otra vida o algo así) la vida no me permite disfrutar de tan delicioso placer, ni siquiera los domingos. Así que ahí estaba yo esperando, sentado en una incómoda silla de respaldo recto, con el estómago en plena digestión y sufriendo las odiosas flatulencias que ello ocasiona, contemplando a la gente entrando y saliendo del vestíbulo de un hotel. Porque la entrevista de las tres de la tarde –y esto lo supe cuando llegué a la dirección de la cita- tendría lugar en un hotel. Transcurrida casi una hora desde mi llegada, escuché cómo una voz metálica pronunciaba mi nombre a través de un megáfono. Entré en una sala de reuniones con una gran mesa ovalada. Aquel lugar recordaba a un invernadero. Los enormes ventanales del muro cortina filtraban la poderosa luz que, a esas horas, irradiaba el sol en el exterior, y un calor sofocante impregnaba todo el ambiente haciendo que la temperatura en el interior pusiera a prueba mi desodorante. Sin duda la hora era mala, pero el lugar aun era peor. Esperé otros diez minutos y al final apareció una mujer. Mientras ella se deshacía en disculpas por el retraso yo rechinaba los dientes y trataba de quitarle hierro al asunto. Habíamos empezaba mal, de eso no cabía duda, pero se supone que debíamos recuperar el tiempo perdido; quizás –me propuse- aplicando un nuevo talante a partir de ese momento. Pero todo se quedaría en agua de borrajas porque comenzó preguntándome qué era lo que más me gustaba de vivir en América y qué era lo que menos me gustaba de vivir en América…

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