jueves, 31 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 5 )

  Esa mujer parecía conocer bastante bien a muchos de los personajes del circo en el  que yo me desenvolvía. Hablamos de esto y de lo otro, de aquello y de lo de más allá; después de follar cotilleamos a mansalva sobre los insospechados secretos de la exigua y hermética logia de la construcción, de la que yo era militante. En algún momento surgió el nombre de Gómez. Para mi sorpresa, ella le conocía bastante bien. Quiero decir que ese señor era, o había sido, cliente suyo. Empezó a contarme cosas de él. De entre todas las historias que escuché la que más atrajo mi atención fue la de que el tal Gómez, como yo sospechaba, estaba recluido en un psiquiátrico. Había sido internado hacía no mucho y, entre sus allegados, no había más que conjeturas al respecto. Aunque hacía tiempo que se evidenciaba que alguna patología anormal estaba aquejando a su persona, nadie sabía con claridad qué era lo que le en realidad le sucedía. Según la opinión de la puta, él tenía una especie de manía extraña que le hacía apropiarse de las experiencias de los demás. Algo así como que el muy cabrón escuchaba una historia cualquiera que le había sucedido a otra persona y la adoptaba, como si fuera suya, y después iba por ahí contándola en primera persona, ¡cómo si la hubiese vivido él en sus carnes, cómo si fuera parte de su propia existencia!. Ahora es algo que, con sólo pensarlo, me da risa, pero entonces causó en mí una honda impresión. Lo primero que me vino a la mente fue relacionarlo con la historia de la vecina de enfrente, ya que eran evidentes las implicaciones que podía tener si realmente ese hombre no había visto lo que aseguraba haber visto. Para mi, éste era un punto preocupante. Desde que tuve conciencia de ello me vi sumergido en un continuo retro análisis de lo que en verdad pudo haber sucedido aquella noche. Repasé todos los detalles, una y otra vez, tal como mi memoria era capaz de recrear. Pasado un tiempo y todavía bajo la influencia del extraño shock que me produjo aquella revelación escuchada de labios de la prostituta, me auto convencí de que, en realidad, el señor Gómez pudo perfectamente no haber visto nada, sino simplemente haberme seguido el juego tras haber percibido algo en mi conducta que, de modo automático, hubiese puesto en marcha el mecanismo patológico que le aquejaba. Y si esto era cierto hasta yo mismo tenía el derecho de dudar que lo que había creído ver no hubiese sido más que una mera fantasía. Me dio por pensar cosas del tipo: “quizás, en aquella cena en mi terraza, estaba bajo el influjo de alguna droga…” (si lo pensaba bien no era lago tan descabellado, en aquella época las consumía con cierta condescendencia) ó “quizás esté perdiendo (yo) el juicio y el streaptease no fuera más que una visión, el principio de una larga serie de alucinaciones que me acecharían a partir de ese momento, rumbo a la locura…”. Os juro que lo pasé como el culo. Durante aquella época la palabra “acojocosilla”, retumbando como una lechuza enjaulada en las paredes de mi mente, imponía su quejido luctuoso en mi existencia. Dejé de fumar hachís. Me encontraba, literalmente, atado de pies y manos. Incluso estuve sopesando muy seriamente la posibilidad de ir hasta la casa de la vecina, tocar el timbre y, cuando me abriera la puerta, preguntarle: “disculpe, soy el vecino del edificio de enfrente y necesito hacerle una pregunta, espero que no se moleste…”.

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