jueves, 31 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 5 )

  Esa mujer parecía conocer bastante bien a muchos de los personajes del circo en el  que yo me desenvolvía. Hablamos de esto y de lo otro, de aquello y de lo de más allá; después de follar cotilleamos a mansalva sobre los insospechados secretos de la exigua y hermética logia de la construcción, de la que yo era militante. En algún momento surgió el nombre de Gómez. Para mi sorpresa, ella le conocía bastante bien. Quiero decir que ese señor era, o había sido, cliente suyo. Empezó a contarme cosas de él. De entre todas las historias que escuché la que más atrajo mi atención fue la de que el tal Gómez, como yo sospechaba, estaba recluido en un psiquiátrico. Había sido internado hacía no mucho y, entre sus allegados, no había más que conjeturas al respecto. Aunque hacía tiempo que se evidenciaba que alguna patología anormal estaba aquejando a su persona, nadie sabía con claridad qué era lo que le en realidad le sucedía. Según la opinión de la puta, él tenía una especie de manía extraña que le hacía apropiarse de las experiencias de los demás. Algo así como que el muy cabrón escuchaba una historia cualquiera que le había sucedido a otra persona y la adoptaba, como si fuera suya, y después iba por ahí contándola en primera persona, ¡cómo si la hubiese vivido él en sus carnes, cómo si fuera parte de su propia existencia!. Ahora es algo que, con sólo pensarlo, me da risa, pero entonces causó en mí una honda impresión. Lo primero que me vino a la mente fue relacionarlo con la historia de la vecina de enfrente, ya que eran evidentes las implicaciones que podía tener si realmente ese hombre no había visto lo que aseguraba haber visto. Para mi, éste era un punto preocupante. Desde que tuve conciencia de ello me vi sumergido en un continuo retro análisis de lo que en verdad pudo haber sucedido aquella noche. Repasé todos los detalles, una y otra vez, tal como mi memoria era capaz de recrear. Pasado un tiempo y todavía bajo la influencia del extraño shock que me produjo aquella revelación escuchada de labios de la prostituta, me auto convencí de que, en realidad, el señor Gómez pudo perfectamente no haber visto nada, sino simplemente haberme seguido el juego tras haber percibido algo en mi conducta que, de modo automático, hubiese puesto en marcha el mecanismo patológico que le aquejaba. Y si esto era cierto hasta yo mismo tenía el derecho de dudar que lo que había creído ver no hubiese sido más que una mera fantasía. Me dio por pensar cosas del tipo: “quizás, en aquella cena en mi terraza, estaba bajo el influjo de alguna droga…” (si lo pensaba bien no era lago tan descabellado, en aquella época las consumía con cierta condescendencia) ó “quizás esté perdiendo (yo) el juicio y el streaptease no fuera más que una visión, el principio de una larga serie de alucinaciones que me acecharían a partir de ese momento, rumbo a la locura…”. Os juro que lo pasé como el culo. Durante aquella época la palabra “acojocosilla”, retumbando como una lechuza enjaulada en las paredes de mi mente, imponía su quejido luctuoso en mi existencia. Dejé de fumar hachís. Me encontraba, literalmente, atado de pies y manos. Incluso estuve sopesando muy seriamente la posibilidad de ir hasta la casa de la vecina, tocar el timbre y, cuando me abriera la puerta, preguntarle: “disculpe, soy el vecino del edificio de enfrente y necesito hacerle una pregunta, espero que no se moleste…”.

miércoles, 30 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 4 )

   Una vez nos hubimos reconocido inmersos en la misma tesitura, el invitado y yo volvimos conjuntamente nuestras miradas hacia el lugar en donde todo aquello había ocurrido y no vimos mas que la ventana cerrada, sin abatir, con la misma inclinación del faldón de la cubierta que la contenía. Aquello no hizo sino acrecentar nuestro desconcierto. Por mi parte traté que durante el resto de la velada no me afectara el recuerdo de las imágenes que había visto y creo que lo conseguí plenamente. También he de añadir que en ningún momento volví a establecer conexión alguna, en referencia a lo sucedido, con mi invitado; hasta que más tarde, cuando se hubieron marchado la mayoría de éstos, quedaron sólo aquel y su mujer, a solas conmigo, apurando el último trago en la terraza, a una hora bastante avanzada ya de la noche. Justo antes de que se despidieran, la mujer se levantó y fue al baño. Lógicamente aproveché la coyuntura y le pregunté al tipo si había visto lo mismo que yo. Contestó que creía que sí, presa de una visible emoción. Yo rememoré los detalles de mi experiencia, haciendo un repaso sinóptico de las imágenes que había presenciado, sin entrar en un mayor detalle del contexto histórico (recordad que yo esperaba todas las noches a que sucediera algo) ni nada por el estilo. Él escuchaba la narración de mis impresiones y asentía a todo, cabeceando como un pelele, sin ocultar su estado de excitación y, en un momento dado, mientras hacía su propio comentario acerca de lo ocurrido, pronunció la palabra “acojocosilla”. Pero ahí quedó la cosa porque enseguida volvió la mujer y se marcharon y yo me quede sólo, en la terraza, con la mirada puesta en la ventana de enfrente, pensando en todo lo que había sucedido; con esa palabra, nunca antes escuchada, retumbando en mi mente. Oficialmente, este fue mi debut con tan insigne vocablo; así se simple y de inesperado, sin previo aviso y sin vaselina. Os juro que entonces tuve la sensación de que todo formaba parte de un extraño sueño tras el cual se ocultaba alguna ignota señal.
   Pero todavía habrían algunos capítulos más reservados para esta historia, hechos que sucederían algún tiempo después de la famosa cena. Lo cierto es que a aquel personaje no lo volví a ver jamás…o eso creo. Tampoco hubo más episodios como el que presencié aquella noche, ni siquiera parecidos. Pese a la insistencia con que retomé mi diario ritual de terraza con balancín, vino y porros, nunca más se volvió a mostrar la escurridiza vecina de enfrente. En cierto modo no me importó pues lo sucedido había superado todas las expectativas, dejándome plenamente satisfecho y - ya por entonces- se iniciaba en mí el clásico proceso de mitificación, por el cual elevaba a la categoría de leyenda personal de mi vida aquel suceso. Tan sólo restaba, para cuadrar el círculo perfecto, el fleco suelto que suponía la existencia de aquel testigo, el no haber intercambiado impresiones más a fondo con esta persona casi desconocida. El comensal que afirmaba haber vivido la misma experiencia que yo se llamaba, si no me falla la memoria, Adrián Gómez o algo Gómez y era distribuidor de una conocida marca de cerveza, que por aquel entonces estaba de moda. Como dije, no le volví a ver nunca más porque, entre otras cosas, no formaba parte de mi círculo de contactos más directo, ni siquiera del indirecto. Su presencia aquella noche en la cena se había debido, más que nada, a un hecho casual. Y, por otro lado, es perfectamente lógico comprender que el motivo de lo sucedido no fuera un argumento que justificara por si mismo el hecho de que nos juntáramos por las buenas para chismorrear sobre el tema. Cuando la cuestión estaba prácticamente olvidada por mi parte, pasados unos meses, me encontré en una cata de vinos con una persona a quién yo tenía por amigo del señor Gómez y que resultó ser algo más pues en ese momento, hablando con él, me haría saber que ambos compartían una sociedad. En un momento de la charla que mantuve con este tipo le pregunté por su socio, cómo iban las ventas de cerveza, cómo estaba él, lo típico. La respuesta del hombre me dejó algo perplejo. Me confesó que el tal Gómez estaba atravesando por un momento personal muy difícil y se encontraba internado en una clínica que él tildó como “de reposo” pero que a mi me sonó a que había algo más detrás que no quería o no podía contar. Bueno, el caso es que más tarde, cuando la cata tocaba a su fin, algunos de los que quedábamos todavía en el evento, no recuerdo muy bien cómo ni a cuento de qué, fuimos invitados a una fiesta. Nos llevaron en un autobús a las afueras de la ciudad y nos soltaron en un chalet en medio de la sierra donde había armada una bacanal que ni os cuento. En este antro conocí a una mujer con la que hablé durante gran parte de la noche…

ENTREVISTAS ( CONTINUACIÓN)

   La siguiente prueba era de cálculo. En ocho minutos había que ordenar, en una planilla con tres columnas y unas quince filas, una relación de ítems, en función de ciertos parámetros ó condiciones que se enunciaban en el planteamiento del problema. Una labor exclusivamente numérica. Resultó agotador y fue en este lance dónde acusé la ausencia de cafeína en mi torrente sanguíneo pues, haciendo alarde una vez más de la malsana costumbre que constituye el no desayunar en casa, me había presentado a la cita sin haber ingerido bocado ni café que lo acompañara. De todos modos creo que debí salir más o menos airoso del envite porque aquí también me sobraron unos segundos, que aproveché para revisar la tarea, detectando así varios fallos que de inmediato fueron subsanados. Tras ésta, vendría la prueba más agradable. En una hoja había que hacer un dibujo. Para ello disponía de un minuto. El motivo –me dijo el examinador- debía ser “un hombre bajo la lluvia”. Yo le pregunté si estaba seguro de lo que me pedía. Él me miró extrañado y por un instante pareció dudar; sus ojitos de capullín integral titilaron tras las lentes de sus gafas de pasta. Dibujé un personaje con su gabardina y su paraguas, en medio del aguacero, en medio de la nada vacía del folio en blanco. Justo antes de entregárselo permanecí observando mi creación por unos segundos. Aunque me recordaba a alguien, al principio no supe a quién. Justo cuando el tipo dijo “¡tiempo!” y extendió su zarpa en dirección al dibujo, en ese preciso instante, recordé a quién se parecía el personaje del dibujo. Era Javier Gurruchaga. La gabardina y la mirada le delataban. Le arrebaté al individuo el papel y, veloz como un rayo, le dibujé un bigote y una perilla a Gurruchaga. Ahora estaba camuflado, así sería más difícil que lo reconocieran. El examinador volvió a dedicarme una de sus miradas asquerosas y proseguimos con el proceso…

   El día anterior –el viernes- había asistido a otra prueba de similares características. En esta ocasión me pusieron ante el archiconocido test de las imágenes. Esas temibles manchas simétricas o antisimétricas que siempre sugieren episodios violentos. ¡Qué emoción, cómo en las películas!. El tipo que me entrevistaba (posiblemente marica y mucho más agradable que el del sábado) me pidió que dijera, al ver cada una de las láminas, lo primero que me viniera a la mente. Reconozco que, antes de visualizar la primera, ya estaba urdiendo qué decir y qué no; si éste o aquel comentario serían psicológicamente incorrectos o si, por el contrario, debía relajarme y soltar lo primero que se me ocurriera. Al final elegí la primera estrategia. Esto es, que contesté con argumentos preestablecidos, puros clichés, aunque se produjo alguna que otra inesperada excepción. En una de las láminas había un conjunto de manchas que era igualito a un monstruo de una película que vi hace tiempo. Esta revelación, como podréis comprender, no la hice así, de buenas a primeras. Merodeé entorno a las típicas chorradas, ya sabéis, “que si me recuerda a una fotografía aérea que vi una vez de unos campos petrolíferos tras un bombardeo aliado…que si...”, bobadas por el estilo, patrañas para retrasar lo inevitable. Después me sentí mal conmigo mismo por no decir lo que de verdad estaba viendo y por fin le dije que veía la silueta de Mothman; que no podía continuar ignorándolo, que era igual que la silueta de ese monstruo, que tengo el dvd en casa y en la carátula aparece una imagen que es la jodida réplica de la mancha que tenía en esos instantes ante mis ojos. Él me tranquilizó diciéndome que no pasaba nada, que no me angustiara, que era algo normal.    

   Sólo hubo una imagen más en la que dijera lo que, de verdad, creía ver. Fue en la última. Seguramente se le podía sacar punta y decir un montón de cosas bonitas sobre ella: platos de comida, accidentes geográficos, una mariposa entre la maleza…no se, cosas de ese tipo, por montones. Pero lo cierto es que a esas alturas ya estaba cansado del jueguecito de las imágenes, quería terminarlo cuánto antes y además sólo veía en la lámina una cosa clara, con una aplastante nitidez que me hizo derrumbarme y confesar que ahí había dos amigos negros corriendo. Al escuchar esto el muchacho pareció salir de una especie de letargo y se retorció en su silla, frente a mi. Adoptó un aire misterioso y me clavó una mirada de esas que no hacen presagiar nada bueno. ¡Qué más! –me soltó, en tono desafiante-. Titubeé y – no me preguntéis por qué- confesé que “delante de unos toros; corrían perseguidos por una manada de toros, en un encierro”. Cuando dije esto lo hice con la mirada clavada en el suelo, no siendo capaz de mirar a los ojos del chaval. Mi respuesta pareció insuflarle una vitalidad de la que hasta entonces no había hecho gala. ¿Con qué unos toros, eh? –escuché que me decía-, ¿por qué no entra más en detalle, a qué se refiere exactamente…?. ¡Dios!, ¿por qué se me tuvo que ocurrir la escena del encierro? –me lamenté entonces-, ¿por qué unos negros?, ¿le llegué a contar que esos negros corrían desnudos?, ¿qué es peor, lo de los negros o lo de los toros, o ambas cosas?. No os engañaré, entablamos una conversación que se centró en este asunto pero que, si no os importa, prefiero no transcribir aquí. Luego pasamos a otra prueba, una de círculos de colores y cuadrados de colores, que me vino bien para despejar la mente y pensar en otras cosas. Después de eso me dijeron que ya había terminado, que me podía marchar. El joven que me había examinado me guió, en persona, hasta la salida. Curiosamente, ésta no coincidía con el lugar por el que accedí al edificio, cuando llegué a la hora citada. Me condujo por un camino repleto de escaleras y corredores mal iluminados. Al final llegamos a una puerta que se abría con una barra antipánico, como las de emergencia. Nos despedimos y me dijo “...cualquier cosa ya le llamaremos...”. Cuando salí al exterior me volteé y comprendí que estaba en la parte de atrás del edificio. Me habían sacado por la puerta trasera; ¿será parte del proceso de selección?, recuerdo que me pregunté.

   La escena de los negros corriendo en pelotas delante de unos toros me persiguió durante el resto del día. Desde que, recién salido de la entrevista me fumé un cigarrillo frente al escaparte de una tienda de regalos mientras observaba el reflejo de mi rostro -arrugado y fofo- envuelto en los mil destellos procedentes de la calle, hasta por la tarde noche, cuando llevé a mi hija al cine (¡incluso aquí!), resultó imposible zafarse de la idea de los jodidos negros en San Fermín. Si ya os lo dije al principio. Que uno tiene su corazoncito y esto de los procesos de selección is not turkey mucus.

martes, 29 de marzo de 2011

ENTREVISTAS

   Debemos aprovechar el tiempo porque, si recordáis, os comenté que en estos días dispongo de un ocio extraordinario que me permite llevar a cabo esta tarea del blog. Lo más probable es que, en cuanto consiga un nuevo empleo, esta actividad cese o se vea sensiblemente disminuida. Por lo tanto creo que es buena la idea de diversificar, de tocar otros acojotemas y no centrarnos sólo en uno. Y como mi memoria es frágil y su reiterado ejercicio me produce jaquecas con sabor a nostalgias, haré un inciso y contaré algo cotidiano, dejando aparcado por un rato el inquietante relato sobre el origen de la palabra que aquí nos congrega. Uno también es de carne y hueso y tiene su corazoncito, con el que siente y sufre. Y es que de algún modo, que todavía no me es permitido calibrar, deben estar afectándome las entrevistas que vengo haciendo en estos últimos días. Os contaré algunos pasajes de algunas de ellas porque, la verdad, no tienen desperdicio. No me podía imaginar hasta qué punto están institucionalizados, estandarizados, refinados, los métodos de selección de personal; a través de las múltiples pruebas que en ellos se despliegan y, a raíz de lo que yo mismo he podido experimentar en las entrevistas, se sustrae toda una amalgama de vericuetos psicoanalíticos realmente sorprendente. Sin ir más lejos, el sábado asistí a un encuentro de este tipo. Me habían llamado el viernes. Al otro lado de la línea, la voz hosca de un joven me indicó que me dirigiera a tal dirección al día siguiente: el sábado a las 9:00 de la mañana. No me pareció tan extraña la proposición en fin de semana, ni incluso a tan absurda hora, como el dejo resacoso del individuo que me citó. Pero cuando uno necesita trabajo pasa por alto ciertas alertas y tiene una predisposición ciega a la aventura que puede desembocar en situaciones riesgosas…Pero vayamos al grano. Me presenté en el lugar convenido, con dos minutos de retraso. Abrió la puerta un joven que en seguida quise asociar con el tipo de la llamada aunque sin fundamento alguno pues el timbre de voz de éste sonaba distinto. El tipo me invitó a esperar en una habitación donde una mesa enorme, de cristal, ocupaba la práctica totalidad del espacio, aprisionando las sillas contra las paredes. Como me lo tomo todo muy a pecho, supuse que se trataba de alguna estratagema para ponerme nervioso y eso me molestó; así que arrastré la mesa hasta que topó contra uno de los tabiques y después, una vez conquistado mi propio territorio, me senté en una silla con las piernas cruzadas, como a mi gusta. En eso volvió el personaje y, a su vez, pareció sentirse molesto con el cambio del mobiliario pero, curiosamente, no me reprendió por mi acción (porque era más que evidente que había sido yo el artífice de los cambios) si no que masculló algo incomprensible y se limitó a hacer gestos con la cabeza, meneándola hacia los lados, como si interiormente estuviese echando la culpa de lo sucedido al encargado de la limpieza o algo así. Bueno, el caso es que después de reinstaurar la mesa a su posición inicial, nos sentamos. O mejor dicho, intentamos sentarnos, pues no era posible echar hacia atrás el respaldo de las sillas ya que estaban, de nuevo, aprisionadas contra la pared. Tras cruzar una mirada con el individuo, resolví salir de la habitación para dejarle mayor capacidad de maniobra. Desde afuera escuché ruidos de objetos arrastrándose. Cuando cesaron abrí la puerta y observé que el hombre ya se había sentado, situándose al otro lado de la mesa, en la pared opuesta a la de entrada a esa habitación. Como pude me introduje en mi silla, frente a él, y por fin estuvimos en condiciones de iniciar las pruebas. Extrajo un dossier de un maletín e hizo varios montones con los papeles que en él había. Entonces me explicó que serían varias las pruebas a realizar y bla, bla, bla. La primera de ellas era entretenida. Consistía en completar las frases que él iniciaba. En una, por ejemplo, empezaba diciendo “cuando llego a casa por la noche…”; y yo tenía que continuar, finalizándola.“Me abro un vino”, le contesté en este caso concreto. Él se rió y volvió a menear su cabezota con ese estilo tan suyo, como lo había hacho antes. Ahí detecté cierto aire de sarcasmo en su conducta –que antes no logré discernir-, que con el transcurrir de las pruebas se confirmaría como un rasgo identificativo suyo, y que exhibiría durante todo el proceso. También había frases del tipo “cuando veo algo bello pienso en…mi mujer” o “mi madre es…única”. Enseguida me di cuenta de que convenía rematar con algo escueto y garboso; aunque había otras en las que no podía evitar deslizar algo más sofisticado, con un toque de malicia -por ejemplo-, como en el caso de “a veces…me sulfuro” u otras, incluso, en las que el acervo popular actuaba por si mismo: “yo…y mis circunstancias…y mis genes”. Después de este test, que debió constar de no más de treinta frases, vino otra prueba de carácter creativo que, además, tenía un aliciente temporal; es decir, se otorgaban dos minutos para realizarlo. El examinador me entregó una hoja donde había una cincuentena palabras, de las cuales un servidor tenía que escoger diez y, con ellas, elaborar una historia que no excediera de veinte renglones. Ni qué decir tiene que me decanté por el clásico (y peligroso) método de seleccionar las palabras de forma aleatoria, sin fijarme en ellas, no quedándome más remedio que lidiar con ese material, escogido a ciegas. Había palabras como hombre, máscara, vereda, pasto, doncella, huella, charcos…Al final, como me sobró un poco de tiempo, antes de entregar el texto lo leí dos veces y me espanté de la gilipollez supina que había escrita en el papel, pero ya era tarde y no había nada que hacer. Supongamos que la chorrada decía algo así: …el hombre se quitó la máscara…y atravesando la vereda…chapoteó los charcos… dejando su huella en el pasto…hacia la doncella que le aguardaba. Más o menos. Me causó sorpresa encontrar la palabra chapoteó en el texto, ya que no se encontraba entre las palabras a elegir; era como si no la hubiera escrito yo (al día siguiente pensaría profundamente en este tema y llegaría a la conclusión de que no debí sorprenderme tanto), como si se hubiese colado en mi ejercicio. Como contaba, al final leí la historieta o lo que fuera. Tengo que admitir que me asaltó una excitación que recordaba a aquellos incontenibles ataques de risa que, sin venir a cuento, nos daban de vez en cuando en la época del colegio y que nos desbordaban a todos, profesora incluida. Mantuve la sangre fría y apenas si dejé escapar una risita histérica, nada exagerada. El tipo me miró con desagrado y musitó un “en fin, pasemos a la siguiente prueba…”. Nada reconfortante, ¿verdad?. ( CONTINUA EN SEGUIDA…)

UNA ACOJOHISTORIA ( y 3 )

…vi claramente cómo el reflejo invertido de ella, que todavía permanecía desnuda en medio de la habitación, me miraba directamente a los ojos y sonreía. ¡Si, me estaba mirando directamente a mi; y yo no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo!. Se que es difícil de asegurar que algo así sucediera, que la distancia a la que nos encontrábamos era considerable, que el reflejo invertido en el cristal lo hacía aun más inverosímil… pero puedo jurar que aquellos ojos estaban fijamente clavados en mí. Pude sentir el peso del reflejo de su mirada posarse sobre mí. Y aquella sonrisa risueña que parecía querer decirme:¡te pillé!. Aquella fina mueca de labios de Monalisa. Una extraña sensación, de soledad absoluta, se apoderó de mi en esos instantes, que me parecieron eternos.
   Cuando recuperé el control de mis sentidos bajé la mirada hacia la mesa y observé con estupor que los comensales continuaban con su cena como si nada, ajenos a todo lo que yo había vivido…pero, ¡oh, sorpresa!, no resultó ser así…para alivio mío, justo en el momento en que sobrevolaba con la vista que todo estuviera en orden en mi terraza, mis ojos se cruzaron con los de un invitado, cuya mirada volvía en ese preciso instante de haber estado enfocada en dirección a la buhardilla de enfrente. No hizo falta más que esa mirada que intercambiamos para que yo sospechara, de modo inmediato, que él podría haber presenciado el mismo espectáculo. A mi, al menos, no me cupo la más mínima duda en ese momento, porque después sucederían otras cosas…

lunes, 28 de marzo de 2011

UNA ACOJOHISTORIA ( y 2 )

¡Si, si, ya voy con lo que pasó…!. Bueno, el caso es que una noche, poco después de mi descubrimiento, invité a ciertas personas a mi apartamento a cenar, la mayoría clientes y otros simplemente amigos. Supongo que debía ser verano porque dispuse la mesa en la terraza, como había hecho en otras ocasiones. Estábamos todos allí, cenando tranquilamente, como si nada, cuando sucedió algo inesperado…Recuerdo, como si fuera ayer, que yo acababa de volver de la cocina y estaba sirviendo su ración de ensalada a un comensal, sujetando la bandeja, situado a su lado. Por ello mi postura era algo encorvada, además de estar enfrentado al edificio de mi vecina secreta. Si hubiera alzado en ese momento la vista podría haber visto la techumbre abuhardillada y quizá la ventana abierta, como todas las noches. Y lo hice. No se por qué pero se me ocurrió en ese preciso instante, mientras servía la ensalada, alzar la vista y mirar en aquella dirección. Lo que vi me dejó paralizado.  Con mis propios ojos pude ver cómo, reflejado en la ventana –que mostraba un ángulo distinto al habitual, lo que hacía que estuviera ligeramente más abierta que de costumbre - se veía el cuerpo casi completo de la mujer. Y esto no fue lo más sorprendente. Lo que de verdad causó que mi sorpresa fuera mayúscula fue que ella, su reflejo invertido, de repente empezara a desnudarse. Primero se quitó un tirante y después el otro y, muy lentamente, inició el descenso del vestidito veraniego que llevaba. Rememoro los más mínimos detalles como si aun lo estuviera viviendo. Lo deslizó con suavidad por su busto, dejando desnudos los pechos. No llevaba sujetador. ¡Ah!, aquellos pequeños y elegantes pechos que, entonces, me pareció acariciar con la imaginación. Con los pezones erguidos como delicados botones, oscuros y respingones, en medio de aquel majestuoso cuerpo que resultaba ser una revelación para mis sentidos. Después continuó arrastrando su vestido, dejando a la vista el vientre plano, sus femeninas caderas…Con elegantes movimientos llegó hasta la zona púbica y, entonces, la sinfonía del streaptease alcanzó su cuarto movimiento en el más apoteósico clímax;¡por fin cayó el vestido!, recorriendo sus largas piernas, saliéndose del plano en una precipitada y vaporosa caída hacia el suelo enmoquetado de aquella habitación…¡y su cuerpo entero se mostró por fin!, tal cual, como un regalo a la fidelidad voyeursista del tenaz vecino de enfrente. Fue en este momento cuando mis manos empezaron a temblar, haciendo que la bandeja que sostenía amenazara con volcarse sobre el comensal, peligro que los invitados debieron advertir pues escuché gritos que me alertaron de ello y me hicieron volver del estado absorto en el que me hallaba…pero aun estaba por suceder un hecho más, el más insólito de todos, un nunca imaginado y asombroso final digno de película de terror. Inmediatamente después de reponerme de la visión del cuerpo desnudo de la vecina, y habiendo restituido con suma rapidez el orden entorno a la mesa y lo que en ella acontecía, despojado ya de la atención que los invitados habían momentáneamente centrado en mi persona, me volví a concentrar en la escena que había presenciado segundos antes y redirigí mi mirada, ávido de nuevas imágenes, hacia la ventana de enfrente. Y en ese instante fue cuando lo vi claramente… 

UNA ACOJOHISTORIA

   Ya han transcurrido unos años desde que escuché por primera vez la palabra “acojocosilla”. Sucedió en una situación extraña, de esas que sólo me pasan a mí.
  Yo vivía por aquel entonces en un apartamento, en el centro de una ciudad costera. Era un quinto piso y, aunque estaba algo encajonado, rodeado por otros edificios del barrio de similar altura, tenía una amplia terraza, de la que no me podía quejar en absoluto; con una estupenda vista y con plantas y flores que regaba cada noche al volver del trabajo. En aquella época estaba tratando de abrirme paso en el difícil mundillo de la tematización. Todo era nuevo para mí, incluido el lugar que había elegido para empeñar dicha actividad, por lo que me veía en la obligación de llevar una vida en la que las relaciones públicas eran una parte fundamental… Al margen de los eventos que pudieran tener lugar en mi casa, a mi me gustaba disfrutar de esa terraza y muchos días, sobretodo en verano, terminaba la jornada sentándome, agotado, en un balancín que había en ella, simplemente observando los geranios y fumándome un canuto o tomando un rico vino o no se, lo que fuera…Tenía esta sana costumbre, con la que conseguía liberarme del estrés al final de cada día, pero una noche descubrí que había algo más…Una de esas noche cualesquiera empecé a darme cuenta de que en uno de los edificios cercanos al mío había una ventana que siempre permanecía abierta. Era en un sexto piso, ligeramente por encima del nivel del mío y constituía el más alto de ese edificio, por lo que era abuhardillado, haciendo que dicha ventana fuera batiente. Este hecho permitía que, si alguien desde dentro de esa buhardilla encendía la luz y la hoja de la ventana presentaba cierto ángulo de  inclinación, se pudiese ver el interior de ese lugar con bastante nitidez aunque invertido, debido sin duda al reflejo generado por tal combinación de variables. A partir de ese momento tomé la costumbre de, cada noche, salir a la terraza y, mientras hacia repaso y balance del día, ojear, cada vez con más curiosidad, qué sucedía tras aquel reflejo, en el interior de aquella habitación. A los pocos días ya había extraído varias conclusiones. La primera era que siempre, todas las noches, esa ventana aparecía abierta con la misma jodida inclinación y eso, por aquel entonces, no me pareció ninguna casualidad, si no algo hecho adrede. En segundo lugar pude observar, durante aquellas primeras noches, que siempre, a la misma hora, se encendía la luz del interior de la habitación e, iluminando el interior, mostraba la actividad que en ella se desarrollaba (teniendo en cuenta que siempre lo hacía de modo invertido, a través del reflejo), por proyección en el vidrio de la ventana batiente.
 Allí vivía una mujer. Desde el principio tan sólo pude ver escenas cotidianas del tipo: mujer llega del trabajo y entra en su habitación, mujer se mueve de un lado a otro realizando tareas domésticas cuyo objetivo parece ser – imaginaba yo- prepararse para irse a dormir, mujer… Imágenes de ese tipo, sin mayor interés. Que si ahora se enciende la televisión, que si ahora se mueven unas piernas cruzando la habitación, que si se abren unos cajones, que se descorre la colcha, etc. La mujer nunca se dejaba ver de cuerpo entero. La inclinación de la ventana no llegaba a permitir que el reflejo abarcara ni su cuerpo ni mostrara su fisonomía. Tampoco era algo que me quitara el sueño pero si mantenía en mí una curiosidad insatisfecha que me hacía preguntarme cómo sería esa mujer que, sin duda, tenía que ser consciente del hecho de que yo, situado en la terraza de enfrente, a una distancia no mayor de veinticinco metros, estaba pendiente cada noche de sus movimientos. Cada día que pasaba me convencía más de que así era, de que ella sabía de mi existencia. Es más, sospechaba que ella estaba a gusto con su posición, lo cual implicaba multitud de incógnitas. Y, en este sentido, la primera que me venía a la mente era si ella se sentiría excitada con tal situación. Fantasear con esta idea, simplemente me volvía loco…

viernes, 25 de marzo de 2011

CONSECUENCIAS


   De todos modos lo iba a hacer. En la agenda de hoy tenía, entre otros puntos, el de retomar mi recién emprendida actividad de bloguero (¡ya me he colgado tal título!). Porque si, porque me gustó la experiencia de ejecutar el fascículo inicial; llevarlo a cabo y publicarlo, nada más que por eso. Pero ahora, después de haber descubierto el primer -y único- comentario se suma, además, el gusto de haber sido leído por alguien y que ese alguien haya enriquecido el asunto, dejando huella de esa colaboración en forma de opinión escrita. ¡Joder, si hubiera imaginado antes lo que mola esta sensación, hace tiempo que habría puesto en marcha este espacio!. Esa opinión escrita de la que hablo me viene como anillo al dedo porque va a satisfacer varios propósitos; a saber, en primera instancia, y a través de las respuestas que daré a las cuestiones que plantea el comentarista (a quién, por cierto, sospecho conocer), trataré de arrojar algo de claridad sobre ciertas sombras que, adivino, pudieren haber oscurecido la silenciosa bienvenida con que parece haber sido acogido el alumbramiento del blog. En segundo lugar tendrá la función de establecer la que, creo, será una norma a acatar en lo venidero. Y es que, en la medida que me sea posible, no incurriré en debates acerca de lo que aquí sea expuesto. Lo de hoy será una singularísima excepción. Simplemente porque no es el planteamiento de partida de esta iniciativa; más adelante ya veremos si este principio permanece o no. Procedamos, pues, a disipar las incertidumbres que acosan al circunspecto comentarista.

   No se qué oscuros intereses se ocultan detrás de este blog –reza el primer reclamo-. Lo cierto es que no se oculta ningún interés oscuro detrás de este blog. Los intereses, de existir, están delante y no detrás; y se relacionan no con la oscuridad, si no con la exposición a la luz, teniendo un propósito más de iluminar que de ensombrecer. No me fío –prosigue-. Y hace bien, demuestra ser cauto. Pero en este caso lo que aconsejo es relajarse, dejarse llevar. ¿Qué garantías tenemos de que no perturbará las mentes de nuestros hijos?. En el futuro, ninguna. Actualmente, todas. ¿Quién está detrás de todo esto? -ésta me la se-. Yo, Daniel. Y también vosotros, si así lo queréis. ¿Cuál es la razón oculta de quién lo escribe? –ésta tiene chicha-. Antes de nada, reiterar la ausencia de razones ocultas… todo lo contrario. Los motivos fundamentales son la soledad y la necesidad de expresarse de un individuo –yo-, a través del medio que ha escogido –el blog-.¿ Por qué ahora?. Porque estas últimas semanas estoy disponiendo de un ocio del que no disponía en años y quiero invertirlo (1) en nuevas actividades como ésta ya que, de repente, ha aflorado en mi una necesidad, hasta ahora desconocida, por escribir las cosas que siento y que pienso (2) y manifestarlas en público (3); creo que esta nueva faceta puede reportarme ciertos beneficios personales (4), distintos a otros anteriormente experimentados (5).

   Después de haber contestado con la más absoluta sinceridad, creo que es hora de retomar el rumbo previsto por la aguja de bitácora. Para ello os tenía preparada una historia sobre el origen de ACOJOCOSILLA. Desde aquí puedo olisquear las ganas que tenéis de saber, de conocer cómo fueron las cosas. Aunque también detecto cierto temor en el ambiente. Y no es para menos. Desde su génesis, esta palabra ha estado envuelta en la polémica y son muchas y confusas las versiones de lo qué realmente sucedió...Pero será mejor que empiece por el principio.¡Lo primero es lo primero!.

miércoles, 23 de marzo de 2011

ANTECEDENTES

   Lo primero es lo primero. Y por eso comenzaré desde el principio...¡No, no os asustéis, es una bromilla...o mejor dicho es...una acojocosilla!. Éste es precisamente el significado de esta curiosa palabreja o, al menos, el que yo le otorgo. ¿Quién de vosotros no se ha echado un poquito para atrás al leer la segunda frase de mi alocución, que rezuma un temor a que me explaye, comenzando por ese amenazante "principio...", contando una historia larga y coñazo?. Seguro que más de uno se ha asustado y ha pensado "ya estamos con lo de siempre...¡a ver qué tostón nos aguarda tras esas palabras...".¿Lo habéis captado, verdad?. "Los que sí, a la primera" que se rasquen el sobaco derecho con la mano derecha. A "los que no, a la primera" les daré otra oportunidad. Veamos un ejemplo algo más descriptivo; más radical, si se prefiere...Suponed que estáis en el bus o en el tren. Aparece el revisor y os pide el billete. Os rebuscáis en los bolsillos y no lo encontráis. Empezáis a transpirar (si, si, por ese mismo sobaquillo que se han rascado los que captaron la palabra a la primera...), angustiándoos, sintiéndoos atrapados injustamente porque estáis convencidos de que se hallaba en vuestro bolsillo...y de repente, un toquecito por detrás. Y os giráis y el socorrido y afable rostro de un pasajero: "señor, se le ha caído esto...", exhibiendo entre sus dedos el billete perdido. E intercambio de miradas y encogimientos de hombros y caras de circunstancias y sonrisas forzadas y el "bueno chaval, que aquí no ha pasado nada" que te suelta el revisor antes de tiquear el pasaje y volverte la espalda y desaparecer...¡Vamos: igualito a la escena de Peter Coyote, encontrándose por primera vez con Emmanuelle Seigner, en Bitter Moon, pero mucho menos romántica -la situación- y ligeramente más sudadita -por el sofoco-!. ¿Ahora os hacéis una idea de lo que puede ser una acojocosilla?. ¡Pues eso!. ( 1/ DEFINICIÓN ).

   Los que poseáis un sentido del humor semejante al mío, con esa visión cínico narcisista tan nuestra y que a menudo nos define, quizás (con un poquito de suerte) hayáis podido intuir que es un vocablo cuyo significado, amén de otras acepciones personales que le queráis atribuir, orbita entorno a la asociación "cosilla que acojona". Y estáis en lo correcto. Pero, ¡ojo!. No conviene abusar. Quiero decir que (y que esto quede prístinamente claro en lo sucesivo): nunca ha de llegar la sangre al río, si no la cosa se desvirtúa y pierde su carácter simpático. Esto es: "acojocosilla" ha de ser aplicada en situaciones jocosas, que no devengan, ni intervengan, en desenlaces traumáticos. Por tanto, la acojocosilla siempre ha de dejar una puerta abierta a la salvación. En este sentido, tiene más de susto que de sentencia. Es amable, es lúdica.  ( 2/ ACLARACIÓN-RECOMENDACIÓN DE USO ).

   "Acojocosilla". Esa entrañable palabra que da título a este blog, que a partir de hoy habrá de ser el referente entorno al cual haré, haremos, los comentarios que conformarán el nuevo contenido que hoy nace, NO ES UNA PALABRA INVENTADA POR MI. Quiero que este supuesto quede, desde un principio, bien asumido. Lo cierto es que, hoy por hoy, no estoy en condiciones de revelar más detalles acerca de los orígenes de este término -coming soon...-. Puede que, incluso, alguno de vosotros afirméis haberlo escuchado acá o allá y creáis estar en conocimiento de algo; quizá no sepáis aun de qué, pero de algo... Escuchad, no os mentiré: hay mucha rumorología alrededor de esta palabra. No hagáis caso a lo primero que os asalte la mente. Rechazad las primeras impresiones; no diré que sean falsas pero, desde luego, no son verdaderas. Hacedme caso. "Acojosilla" tiene un por qué, unos inicios, una patria, si se permite tal expresión. ( 3/ BOSQUEJO HISTÓRICO ).