miércoles, 30 de marzo de 2011

ENTREVISTAS ( CONTINUACIÓN)

   La siguiente prueba era de cálculo. En ocho minutos había que ordenar, en una planilla con tres columnas y unas quince filas, una relación de ítems, en función de ciertos parámetros ó condiciones que se enunciaban en el planteamiento del problema. Una labor exclusivamente numérica. Resultó agotador y fue en este lance dónde acusé la ausencia de cafeína en mi torrente sanguíneo pues, haciendo alarde una vez más de la malsana costumbre que constituye el no desayunar en casa, me había presentado a la cita sin haber ingerido bocado ni café que lo acompañara. De todos modos creo que debí salir más o menos airoso del envite porque aquí también me sobraron unos segundos, que aproveché para revisar la tarea, detectando así varios fallos que de inmediato fueron subsanados. Tras ésta, vendría la prueba más agradable. En una hoja había que hacer un dibujo. Para ello disponía de un minuto. El motivo –me dijo el examinador- debía ser “un hombre bajo la lluvia”. Yo le pregunté si estaba seguro de lo que me pedía. Él me miró extrañado y por un instante pareció dudar; sus ojitos de capullín integral titilaron tras las lentes de sus gafas de pasta. Dibujé un personaje con su gabardina y su paraguas, en medio del aguacero, en medio de la nada vacía del folio en blanco. Justo antes de entregárselo permanecí observando mi creación por unos segundos. Aunque me recordaba a alguien, al principio no supe a quién. Justo cuando el tipo dijo “¡tiempo!” y extendió su zarpa en dirección al dibujo, en ese preciso instante, recordé a quién se parecía el personaje del dibujo. Era Javier Gurruchaga. La gabardina y la mirada le delataban. Le arrebaté al individuo el papel y, veloz como un rayo, le dibujé un bigote y una perilla a Gurruchaga. Ahora estaba camuflado, así sería más difícil que lo reconocieran. El examinador volvió a dedicarme una de sus miradas asquerosas y proseguimos con el proceso…

   El día anterior –el viernes- había asistido a otra prueba de similares características. En esta ocasión me pusieron ante el archiconocido test de las imágenes. Esas temibles manchas simétricas o antisimétricas que siempre sugieren episodios violentos. ¡Qué emoción, cómo en las películas!. El tipo que me entrevistaba (posiblemente marica y mucho más agradable que el del sábado) me pidió que dijera, al ver cada una de las láminas, lo primero que me viniera a la mente. Reconozco que, antes de visualizar la primera, ya estaba urdiendo qué decir y qué no; si éste o aquel comentario serían psicológicamente incorrectos o si, por el contrario, debía relajarme y soltar lo primero que se me ocurriera. Al final elegí la primera estrategia. Esto es, que contesté con argumentos preestablecidos, puros clichés, aunque se produjo alguna que otra inesperada excepción. En una de las láminas había un conjunto de manchas que era igualito a un monstruo de una película que vi hace tiempo. Esta revelación, como podréis comprender, no la hice así, de buenas a primeras. Merodeé entorno a las típicas chorradas, ya sabéis, “que si me recuerda a una fotografía aérea que vi una vez de unos campos petrolíferos tras un bombardeo aliado…que si...”, bobadas por el estilo, patrañas para retrasar lo inevitable. Después me sentí mal conmigo mismo por no decir lo que de verdad estaba viendo y por fin le dije que veía la silueta de Mothman; que no podía continuar ignorándolo, que era igual que la silueta de ese monstruo, que tengo el dvd en casa y en la carátula aparece una imagen que es la jodida réplica de la mancha que tenía en esos instantes ante mis ojos. Él me tranquilizó diciéndome que no pasaba nada, que no me angustiara, que era algo normal.    

   Sólo hubo una imagen más en la que dijera lo que, de verdad, creía ver. Fue en la última. Seguramente se le podía sacar punta y decir un montón de cosas bonitas sobre ella: platos de comida, accidentes geográficos, una mariposa entre la maleza…no se, cosas de ese tipo, por montones. Pero lo cierto es que a esas alturas ya estaba cansado del jueguecito de las imágenes, quería terminarlo cuánto antes y además sólo veía en la lámina una cosa clara, con una aplastante nitidez que me hizo derrumbarme y confesar que ahí había dos amigos negros corriendo. Al escuchar esto el muchacho pareció salir de una especie de letargo y se retorció en su silla, frente a mi. Adoptó un aire misterioso y me clavó una mirada de esas que no hacen presagiar nada bueno. ¡Qué más! –me soltó, en tono desafiante-. Titubeé y – no me preguntéis por qué- confesé que “delante de unos toros; corrían perseguidos por una manada de toros, en un encierro”. Cuando dije esto lo hice con la mirada clavada en el suelo, no siendo capaz de mirar a los ojos del chaval. Mi respuesta pareció insuflarle una vitalidad de la que hasta entonces no había hecho gala. ¿Con qué unos toros, eh? –escuché que me decía-, ¿por qué no entra más en detalle, a qué se refiere exactamente…?. ¡Dios!, ¿por qué se me tuvo que ocurrir la escena del encierro? –me lamenté entonces-, ¿por qué unos negros?, ¿le llegué a contar que esos negros corrían desnudos?, ¿qué es peor, lo de los negros o lo de los toros, o ambas cosas?. No os engañaré, entablamos una conversación que se centró en este asunto pero que, si no os importa, prefiero no transcribir aquí. Luego pasamos a otra prueba, una de círculos de colores y cuadrados de colores, que me vino bien para despejar la mente y pensar en otras cosas. Después de eso me dijeron que ya había terminado, que me podía marchar. El joven que me había examinado me guió, en persona, hasta la salida. Curiosamente, ésta no coincidía con el lugar por el que accedí al edificio, cuando llegué a la hora citada. Me condujo por un camino repleto de escaleras y corredores mal iluminados. Al final llegamos a una puerta que se abría con una barra antipánico, como las de emergencia. Nos despedimos y me dijo “...cualquier cosa ya le llamaremos...”. Cuando salí al exterior me volteé y comprendí que estaba en la parte de atrás del edificio. Me habían sacado por la puerta trasera; ¿será parte del proceso de selección?, recuerdo que me pregunté.

   La escena de los negros corriendo en pelotas delante de unos toros me persiguió durante el resto del día. Desde que, recién salido de la entrevista me fumé un cigarrillo frente al escaparte de una tienda de regalos mientras observaba el reflejo de mi rostro -arrugado y fofo- envuelto en los mil destellos procedentes de la calle, hasta por la tarde noche, cuando llevé a mi hija al cine (¡incluso aquí!), resultó imposible zafarse de la idea de los jodidos negros en San Fermín. Si ya os lo dije al principio. Que uno tiene su corazoncito y esto de los procesos de selección is not turkey mucus.

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