martes, 29 de marzo de 2011

ENTREVISTAS

   Debemos aprovechar el tiempo porque, si recordáis, os comenté que en estos días dispongo de un ocio extraordinario que me permite llevar a cabo esta tarea del blog. Lo más probable es que, en cuanto consiga un nuevo empleo, esta actividad cese o se vea sensiblemente disminuida. Por lo tanto creo que es buena la idea de diversificar, de tocar otros acojotemas y no centrarnos sólo en uno. Y como mi memoria es frágil y su reiterado ejercicio me produce jaquecas con sabor a nostalgias, haré un inciso y contaré algo cotidiano, dejando aparcado por un rato el inquietante relato sobre el origen de la palabra que aquí nos congrega. Uno también es de carne y hueso y tiene su corazoncito, con el que siente y sufre. Y es que de algún modo, que todavía no me es permitido calibrar, deben estar afectándome las entrevistas que vengo haciendo en estos últimos días. Os contaré algunos pasajes de algunas de ellas porque, la verdad, no tienen desperdicio. No me podía imaginar hasta qué punto están institucionalizados, estandarizados, refinados, los métodos de selección de personal; a través de las múltiples pruebas que en ellos se despliegan y, a raíz de lo que yo mismo he podido experimentar en las entrevistas, se sustrae toda una amalgama de vericuetos psicoanalíticos realmente sorprendente. Sin ir más lejos, el sábado asistí a un encuentro de este tipo. Me habían llamado el viernes. Al otro lado de la línea, la voz hosca de un joven me indicó que me dirigiera a tal dirección al día siguiente: el sábado a las 9:00 de la mañana. No me pareció tan extraña la proposición en fin de semana, ni incluso a tan absurda hora, como el dejo resacoso del individuo que me citó. Pero cuando uno necesita trabajo pasa por alto ciertas alertas y tiene una predisposición ciega a la aventura que puede desembocar en situaciones riesgosas…Pero vayamos al grano. Me presenté en el lugar convenido, con dos minutos de retraso. Abrió la puerta un joven que en seguida quise asociar con el tipo de la llamada aunque sin fundamento alguno pues el timbre de voz de éste sonaba distinto. El tipo me invitó a esperar en una habitación donde una mesa enorme, de cristal, ocupaba la práctica totalidad del espacio, aprisionando las sillas contra las paredes. Como me lo tomo todo muy a pecho, supuse que se trataba de alguna estratagema para ponerme nervioso y eso me molestó; así que arrastré la mesa hasta que topó contra uno de los tabiques y después, una vez conquistado mi propio territorio, me senté en una silla con las piernas cruzadas, como a mi gusta. En eso volvió el personaje y, a su vez, pareció sentirse molesto con el cambio del mobiliario pero, curiosamente, no me reprendió por mi acción (porque era más que evidente que había sido yo el artífice de los cambios) si no que masculló algo incomprensible y se limitó a hacer gestos con la cabeza, meneándola hacia los lados, como si interiormente estuviese echando la culpa de lo sucedido al encargado de la limpieza o algo así. Bueno, el caso es que después de reinstaurar la mesa a su posición inicial, nos sentamos. O mejor dicho, intentamos sentarnos, pues no era posible echar hacia atrás el respaldo de las sillas ya que estaban, de nuevo, aprisionadas contra la pared. Tras cruzar una mirada con el individuo, resolví salir de la habitación para dejarle mayor capacidad de maniobra. Desde afuera escuché ruidos de objetos arrastrándose. Cuando cesaron abrí la puerta y observé que el hombre ya se había sentado, situándose al otro lado de la mesa, en la pared opuesta a la de entrada a esa habitación. Como pude me introduje en mi silla, frente a él, y por fin estuvimos en condiciones de iniciar las pruebas. Extrajo un dossier de un maletín e hizo varios montones con los papeles que en él había. Entonces me explicó que serían varias las pruebas a realizar y bla, bla, bla. La primera de ellas era entretenida. Consistía en completar las frases que él iniciaba. En una, por ejemplo, empezaba diciendo “cuando llego a casa por la noche…”; y yo tenía que continuar, finalizándola.“Me abro un vino”, le contesté en este caso concreto. Él se rió y volvió a menear su cabezota con ese estilo tan suyo, como lo había hacho antes. Ahí detecté cierto aire de sarcasmo en su conducta –que antes no logré discernir-, que con el transcurrir de las pruebas se confirmaría como un rasgo identificativo suyo, y que exhibiría durante todo el proceso. También había frases del tipo “cuando veo algo bello pienso en…mi mujer” o “mi madre es…única”. Enseguida me di cuenta de que convenía rematar con algo escueto y garboso; aunque había otras en las que no podía evitar deslizar algo más sofisticado, con un toque de malicia -por ejemplo-, como en el caso de “a veces…me sulfuro” u otras, incluso, en las que el acervo popular actuaba por si mismo: “yo…y mis circunstancias…y mis genes”. Después de este test, que debió constar de no más de treinta frases, vino otra prueba de carácter creativo que, además, tenía un aliciente temporal; es decir, se otorgaban dos minutos para realizarlo. El examinador me entregó una hoja donde había una cincuentena palabras, de las cuales un servidor tenía que escoger diez y, con ellas, elaborar una historia que no excediera de veinte renglones. Ni qué decir tiene que me decanté por el clásico (y peligroso) método de seleccionar las palabras de forma aleatoria, sin fijarme en ellas, no quedándome más remedio que lidiar con ese material, escogido a ciegas. Había palabras como hombre, máscara, vereda, pasto, doncella, huella, charcos…Al final, como me sobró un poco de tiempo, antes de entregar el texto lo leí dos veces y me espanté de la gilipollez supina que había escrita en el papel, pero ya era tarde y no había nada que hacer. Supongamos que la chorrada decía algo así: …el hombre se quitó la máscara…y atravesando la vereda…chapoteó los charcos… dejando su huella en el pasto…hacia la doncella que le aguardaba. Más o menos. Me causó sorpresa encontrar la palabra chapoteó en el texto, ya que no se encontraba entre las palabras a elegir; era como si no la hubiera escrito yo (al día siguiente pensaría profundamente en este tema y llegaría a la conclusión de que no debí sorprenderme tanto), como si se hubiese colado en mi ejercicio. Como contaba, al final leí la historieta o lo que fuera. Tengo que admitir que me asaltó una excitación que recordaba a aquellos incontenibles ataques de risa que, sin venir a cuento, nos daban de vez en cuando en la época del colegio y que nos desbordaban a todos, profesora incluida. Mantuve la sangre fría y apenas si dejé escapar una risita histérica, nada exagerada. El tipo me miró con desagrado y musitó un “en fin, pasemos a la siguiente prueba…”. Nada reconfortante, ¿verdad?. ( CONTINUA EN SEGUIDA…)

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